miércoles, 15 de agosto de 2012

Con chanclas y a lo loco

Antes de subir a la avioneta, la observo atentamente, No es demasiado grande, y por un momento me recuerda aquellos aparatos en los que siempre monta Indiana Jones en sus aventuras, aunque espero que aquí no falle, como suele ocurrirle al bueno de Indy. Sin  embargo, veo demasiada gente preparada para subir y me pregunto cómo entraremos dentro, aunque sé que pocos segundos más tarde lo voy a comprobar por mí mismo. Uno a uno, vamos entrando por la compuerta lateral, y una vez en el interior, nos vamos sentando de espaldas a la cabina del piloto, en dos bancos laterales, con una pierna a cada lado. Los dos bancos se llenan rápidamente. Seis personas en cada banco y otras tres en el suelo, entre ambos bancos. Mi hermano está detrás de mi instructor, a muy poca distancia. En menos de tres minutos estamos todos colocados y listos para empezar la aventura. “Demasiado apretados” me digo a mi mismo…

 



El motor arranca y la monohélice frontal empieza a girar. Nos movemos. La compuerta por donde debemos saltar permanece abierta mientras avanzamos por la pista, aunque no por mucho tiempo. Uno de los instructores baja la persiana plástica semitransparente, y poco después, despegamos. Nos elevamos rápidamente, y por desgracia, no tengo ni un solo punto donde agarrarme para sobrellevar mejor los posibles vaivenes del ascenso. No hay barras, ni apoyabrazos, ni un simple saliente en la pared metálica interior donde pueda poner esa mano que me haga sentir más tranquilo, así que no me queda más remedio que llevar ambas manos sobre mis rodillas. La subida es rápida, pero sorprendentemente y para mi satisfacción, no hay excesivo movimiento, y la avioneta parece ascender suavemente. Seguimos subiendo. No hay ventanillas, pero afortunadamente puedo ver a través de la persiana corredera – aunque con mucha dificultad - la distancia a la tierra, y pienso en que no me hubiera gustado no poder ver absolutamente nada hasta el momento del salto. Eso me habría puesto seguramente muy nervioso.

1.000 metros. Sólo mi hermano y yo vamos acompañados por un instructor. El resto del pasaje son saltadores “profesionales” que no saltan por primera vez. Me fijo en los equipos e indumentarias de cada uno, sus monos bien ajustados, gafas, cascos, y pienso que yo voy con unos pantalones de lino, camiseta de playa veraniega y… ¡¡unas chanclas!! Lo vuelvo a pensar y sonrío por dentro pensando que el DVD que he contratado con el salto se podría llamar perfectamente “Con chanclas y a lo loco”.




2.500 metros. Todos los integrantes del vuelo mantienen desde el despegue un gesto serio de concentración. Por mi cabeza imagino a aquellos paracaidistas de las guerras, saltando de uno en uno. No me puedo quitar de la cabeza esa imagen. Nosotros saltaremos en unos minutos por un reto, por una promesa, por diversión, por amor... Ellos saltaban sabiendo que muy probablemente no volverían a casa, saltaban por su país, por su pueblo. Otros muchos saltaban por obligación, muertos de miedo. Sigo pensando. Como siempre, al nivel del mar o en las nubes, mi cabeza es un hervidero de miles de imágenes y pensamientos que cruzan mis redes neuronales a la velocidad que la luz. Consigo abstraerme. “Eso está bien”, me digo.

3.000 metros. Puedo ver cómo la avioneta va alcanzando más y más altura a través del altímetro que llevan los saltadores en las muñecas. 3.100, 3.200… Unos son sofisticados, con grandes números digitales. Otros utilizan aún una manilla o aguja que indica sobre un marcador, a modo de reloj, la altitud alcanzada. Es curiosa la forma en la que me voy fijando en esos pequeños detalles. De alguna manera, he alcanzado una tranquilidad inesperada. Sólo me molesta la incómoda posición. Delante de mí, un saltador con su enorme mochila a la espalda conteniendo todo el equipo de salto. Apenas hay espacio entre mi pecho y su equipo. Mucho peor es la situación de las piernas. En el suelo, un paracaidista va sentado sobre uno de mis pies, y no existe literalmente espacio para liberarlo y mover la pierna. Mi gemelo izquierdo, donde el pie va aprisionado y en tensión desde el mismo despegue, se queja pidiendo movimiento. Me digo a mi mismo que ya queda poco, y que hay que aguantarse.

3.500 metros. De repente, como obedeciendo a una inexistente señal, los saltadores empiezan a desearse suerte entre ellos en una especie de ritual cientos de veces ensayado. No sé a ellos, pero a mi me da la impresión de que les sirve para que la tensión y concentración mantenida durante la ascensión pase a un segundo plano y el cuerpo se pueda relajar antes del salto. Observo cómo van chocando primero sus palmas, para inmediatamente a continuación chocar sus puños, y en un tercer movimiento, hacer cada uno de ellos un signo con sus manos. La V de victoria, el símbolo surfero del dedo gordo y el índice, el pulgar hacia arriba, y otros gestos de complicidad. Pese a que mi hermano y yo no somos del grupo de profesionales, la mayoría de ellos chocan también sus palmas y sus puños con nosotros. Por supuesto, ambos nos damos la mano, como no podía ser de otra manera. “Brothers in the air”. Reflexiono de nuevo sobre mi sorprendente calma. Mis sentidos están más abiertos que de costumbre. Sigo observando todos los detalles, y parece que todo se ralentiza a mi alrededor, como una película a cámara lenta… Nos acercamos a la altura de salto.

4.000 metros. Ha llegado el momento. El motor se apaga, la hélice para súbitamente, y el avión planea sin hacer ruido. Esto me inquieta durante un instante, ya que nadie nos había informado sobre esta parte, pero transcurridos unos segundos me tranquilizo de nuevo. Los que estaban delante de mí, van saltando uno a uno. Veo como caen, y la velocidad a la que se separan del aparato. Cada uno utiliza un estilo. No hay palabras para describirlo. Vuelven a mi mente por escasos instantes esas imágenes de las guerras. Pero ahora ya no hay tiempo de pensar más. Es mi turno. Mi instructor y yo, pegados como si fuéramos uno, nos deslizamos por el suelo de la avioneta arrastrando nuestros traseros. Realmente es él quien finalmente me coloca, y quien dirige toda la maniobra antes del salto. Ahora sí, las pulsaciones se disparan, ya no hay vuelta atrás. Alcanzamos la compuerta lateral, y me quedo sentado en el borde a 4.000 metros de altura, con las piernas colgando como en un columpio, contemplando a través de las gafas cientos de parcelas de cereal ya cosechado. Me centro en cumplir escrupulosamente las instrucciones que me han dado antes de despegar. Mis brazos, fuertemente aferrados a las sujeciones de mi arnés. Empiezo a doblar mis piernas, intentando que mis talones toquen la base de la avioneta como me han dicho. La cabeza hacia atrás y el cuerpo totalmente arqueado. Gonzalo, mi instructor, agarra fuertemente mi cabeza y la echa hacia atrás mucho más de lo que yo por mi mismo soy capaz de girarla. Mi cuello nunca ha sido muy flexible, y en esta situación menos, pero aunque me duele, lo último en lo que pienso ahora mismo es en quejarme. Ahora sí estoy listo. Y sin apenas darme cuenta, mi cuerpo deja repentinamente de estar en contacto con el avión, y por primera vez en mi vida, estoy volando.



 
3950, 3900, 3850… Caemos. En el primer instante, noto cómo la inercia del salto hace que empiece a girar como si estuviera dando una voltereta en el aire, pero rápidamente nos estabilizamos. Es evidente que el instructor ha empezado a hacer su trabajo ya que yo ni siquiera he pestañeado para evitar el giro. A los pocos segundos, la señal. Dos toques en la espalda que me indican que ya puedo liberar los brazos y disfrutar de la caída libre. Abro los brazos y los coloco en la posición entrenada. He dejado ya de notar que somos dos. Sólo tengo la impresión de llevar una mochila a la espalda. Noto la impresión física de caer, pero sorprendentemente no tengo sensación de velocidad. La tierra está tan lejos que me resulta difícil, sin puntos de referencia, entender que estoy volando en caída libre a una velocidad cercana a los 200 Km/h. El aire choca contra mis brazos y mi rostro, aunque no llega a doler. De repente, enfrente de mi aparece como por arte de magia la chica que se ha tirado para hacer el reportaje de vídeo y fotografía. Me da la mano, me filma, me hace fotos, y voy tan relajado que me dedico a posar y poner el tan manido y poco original signo de la victoria con mis manos. Es increíble. Estoy viviendo lo que tantas veces he visto en esos vídeos que tanto nos impresionan. Caída libre…


 


Llevamos casi un minuto cayendo, y apenas soy consciente de lo que está pasando. Súbitamente, dos toques en la espalda de mi instructor me recuerdan que no estoy cayendo sólo, y es la señal que me indica que de nuevo debo agarrar bien el arnés con mis brazos. El paracaídas se va a abrir. El tirón es fuerte, pero menos de lo que yo pensaba. Lanzo gritos de euforia. No paro de gritar entusiasmado liberando toda la adrenalina. Gonzalo se anima y aunque probablemente sea su salto número 1.000, grita conmigo. “¡¡¡¡Yeeeehhhaaaaauuu!!!!”. Después de hacerse plenamente con el control y estabilizarnos, me invita a coger las riendas del paracaídas por unos segundos, pero le digo que no, me parece un poco arriesgado, así que decido que sea él quien haga todo el trabajo.


 


Algo no va bien. No me siento cómodo. A los dos minutos, y mientras nos deslizamos suavemente con el paracaídas, me empiezo a marear. No se la razón, pero no me encuentro nada bien. Parecía que la parte más difícil había pasado, pero no es así. Aún nos quedan cuatro minutos para aterrizar, así que se lo digo a Gonzalo. “Respira hondo, relaja todos los músculos, suelta los brazos…” me dice. Estoy realmente mareado, y cada vez me encuentro peor. Es igual que la sensación de mareo en un coche, cuando necesitas urgentemente que el conductor pare para bajarte. Por desgracia, aquí no hay posibilidad de parar, así que intento por todos los medios inspirar y espirar profundamente como me han dicho. Pienso que posiblemente no haya respirado bien en la caída libre, y que los gritos me han dejado sin oxígeno. O quizás simplemente es algo normal en un primer salto.
Nos acercamos a tierra. Son más de cinco minutos bajando con el paracaídas. Tengo la impresión que todo ha sido cortísimo, y realmente lo es, pero la última parte del vuelo merece la pena, es impresionante, y me da mucha rabia no estar bien para disfrutarla. Estamos a punto de aterrizar. No llego en buenas condiciones, pero soy consciente de que un momento antes de tocar tierra debo levantar las piernas todo lo que pueda. Ya me han avisado “tenemos que aterrizar de culo”. El aterrizaje no es muy limpio, y me llevo un pequeño raspón donde la espalda pierde su buen nombre, pero sin embargo, un poquito tembloroso y mareado, me levanto con una gran sonrisa, y abrazo al instructor. El tío ha hecho un gran trabajo. Un gran profesional con un reto nada cómodo. Saltar con alguien de casi 100 kg no debe ser tarea fácil. Esta vez no grito, básicamente porque no tengo fuerzas para ello. Bastante hago con mantenerme en pie.




Veo acercarse a mi hermano, con mucho mejor aspecto, y nos fundimos en un abrazo. Ha cumplido su sueño de tirarse en paracaídas, y yo estoy muy feliz y orgulloso de haberle acompañado.


Reto cumplido.


Felicidades brother, no todos los días se hacen 40 tacos…


lunes, 6 de agosto de 2012

Unas risas por favor... aunque sólo sea por un día

Hace ya una semana que volví de Gales, y la verdad es que la vuelta ha sido mucho mejor de lo esperado. Como ya os comentaba hace unos días, la intensidad de estas "vacaciones" tiene un lado muy positivo, y es que aunque físicamente el esfuerzo es enorme y cuesta mucho recuperarse, a nivel mental la desconexión es brutal, y las dos semanas cunden realmente como si me hubiera ido dos meses. Así que por esta vez, no diré la frase habitual de "se me han hecho muy cortas"...

Como os decía, la vuelta ha sido muy tranquila, y sobre todo muy agradable al ver de nuevo a la familia, los amigos y los compañeros, y compartir con ellos las mil y una anécdotas del viaje. Las buenas, y las malas, aunque si os digo la verdad, ya sabéis que la memoria es muy selectiva, y conforme pasan los días, visualizo una y otra vez mis encuentros con los caballos, las risas con aquél holandés, o la emoción de ver aquellas focas peleando por un puesto en la roca. Y de esos otros recuerdos menos buenos, pues me acuerdo poco. De todas formas, escribí durante la experiencia galesa que lo positivo superaba con creces lo negativo, y ahora me reafirmo muchísimo más, pensando ya qué nueva aventura podría afrontar el próximo verano.

Sin embargo, y a pesar de este espíritu optimista y vital, viendo, oyendo y leyendo las noticias desde que he llegado, no veo más que un halo de pesimismo que lo inunda todo. De hecho, mi intención hoy era criticar abiertamente a los medios de comunicación por contribuir de manera notable a ese pesimismo colectivo.

A modo de ejemplo, os reto a que me citéis un par de buenas noticias que hayáis visto o leído durante los últimos siete días. Que no sean deportivas, evidentemente (y eso que tampoco habría tantas…). O que, también como prueba, me citéis a un par de personas ejemplares que hayan ocupado alguna portada de periódico o titular de los telediarios. No, yo tampoco sería capaz, si no fuera porque durante esta semana me he puesto como tarea dedicar un ratillo a buscar esas buenas noticias o simplemente estas personas valientes que deberían servir de ejemplo a muchos. Y creedme que las he encontrado, pero me ha costado una barbaridad.
 
 
Los periódicos, la radio y la televisión se encargan diariamente de darnos únicamente noticias sobre tragedias, guerras, recortes, políticos corruptos… No dudo sobre la necesidad de saber lo que ocurre alrededor, pero propondría como obligatorio dar al menos dos buenas noticias en cada informativo, y citar al menos otro par de personas ejemplares. En fin, mi propuesta quedará en el desierto, pero por pedir que no quede...
 
 
Ya dije en mi primera entrada de este blog allá por Junio, que las caras largas estaban más que justificadas en muchos casos, pero que este blog no estaba hecho para contribuir a alargarlas aún más, sino todo lo contrario. Y es por ello que mientras esta semana hacía cada tarde varias horas de sofá al volver a casa del trabajo, preparando un precioso video resumen sobre el viaje, me preguntaba como podría contribuir por lo menos a generar unas cuantas risas. Y precisamente preparando este video, compendio de los casi 200 que grabé en el viaje (todos de pocos segundos), es cuando encontré entre todos éstos uno del que no me acordaba y con el que no he parado de reirme toda la semana. Si a todo esto añadimos que soy un poco (vale, vale, soy bastante...) payaso y que me gusta a veces perder el tiempo haciendo chorradas, tenemos la combinación perfecta para generar unas risas compartidas (en este blog ya sabéis que todo se comparte) en un video que no era exactamente el que tenía pensado elaborar esta semana...

No me enrollo más. Aquí os dejo el video. Ponedlo a pantalla completa para reír mejor. Sólo espero que me den el Oscar al mejor actor (secundario, por supuesto), o un Globo de Oro al mejor director en la categoría de comedia. Ya veis que me conformo con poco.

Si alguien no se ríe, que me lo diga, por favor, y le devolveré el dinero de las entradas con mucho gusto.

Sed felices amigos y seguid disfrutando del verano (los que podais).